¿Qué se puede decir sobre el que es considerado el evento más importante en la historia del Museo del Palacio de
Bellas Artes? Mucho. O nada. Porque la conmoción del visitante puede ser de una intensidad y profundidad tal, que las palabras no harían justicia a la belleza
presenciada. En una ciudad tan caótica como el Distrito Federal, la contemplación de aquello que se asemeja – con extrema
cercanía – a la perfección, resulta por demás milagroso. Quizá sea por esto que
ciudadanos y turistas por igual se han reunido a las puertas del magnífico
edificio de mármol, bajo el sol o la lluvia, por espacio de horas que
parecieran ser días, con tal de entrar a las exposiciones de estos dos genios inigualables.
Leonardo da Vinci y Miguel Ángel
Buonarroti representan lo mejor que la raza humana tiene por ofrecer. No porque
hayan sido individuos incólumes en ningún sentido, sino porque, a pesar de todas
sus carencias, dificultades y tropiezos, fueron vehículos indiscutibles de creatividad
e inspiración. En el caso de Leonardo, su arte no se limitó a recrear la
belleza. Su búsqueda científica y sus creaciones tecnológicas representan uno
de los pasos más grandes que la humanidad nunca dio, porque Da Vinci fue un
astronauta solitario, cuyas huellas aún seguimos descubriendo en la superficie
de lunas inciertas.
Pero si, aún con este preámbulo, eres de los que se preguntan por qué
visitar estas dos exposiciones en el corazón de la ciudad - y en el proceso, hacer una fila similar a la de un concierto de rock -, considera que pocas
personas en el planeta tienen la oportunidad de hacerlo. En la exposición Miguel Ángel Buonarroti. Un artista entre
dos mundos, podrás encontrar su escultura original El Cristo Giustiniani, una imponente pieza de mármol blanco que nos
muestra a Jesús en su forma más humana, al desnudo. Músculos y venas
anatómicamente correctos parecieran palpitar bajo la piel nívea. Y en su
expresión se asoma una especie de resignación posterior al largo tormento. La obra es, además,
poseedora de una anécdota propia de Miguel Ángel, ya que el artista rehusó terminarla al encontrarse con una veta en el mármol que culminó en el abandono
y anonimato de la escultura hasta su re-descubrimiento en tiempos modernos.
En cuanto a Leonardo da Vinci y la idea de la belleza, sus visitantes podrán
observar el Códice del vuelo de las aves
a escasos centímetros, algo que ni siquiera los residentes de la bella Italia
pueden hacer en un día cualquiera. El libro, repleto de ilustraciones, bocetos y anotaciones del
artista, permanece reservado al público en su país natal por razones de
conservación. Por otro lado, se pueden observar bocetos que evidencian el
indescriptible talento de Leonardo. Su sensibilidad extraordinaria
puede apreciarse en cada trazo, cada luz y sombra, y en cada retrato de mirada profunda. Los
ojos del ángel abocetado para su obra La Virgen de las Rocas, cuyas versiones son exhibidas en el Museo de Louvre en París y
la Galería Nacional en Londres, reflejan eterna dulzura, una tristeza velada,
sabiduría e inocencia simultáneas, misticismo y una consciencia tan vieja como el universo
mismo.
Pero tanta palabrería resulta
absurda y palidece a comparación de estos dos grandes del arte, cuyo legado engalanará nuestro país por espacio de breves meses, dándonos una oportunidad única de aspirar a la grandeza más pura del ser
humano.
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