Se sabe que se está frente a una obra maestra cuando
se tiene la certeza de haber llegado al final de una larga peregrinación. Los
inherentes malestares del trayecto como el sudor, las lágrimas, el cansancio,
el hambre, la incertidumbre y los periódicos accesos de desesperanza se ven
instantáneamente obliterados, y el esfuerzo es recompensado con creces. Todo ha
valido la pena, y por un momento, el mundo es perfección. La vida adquiere una
nueva cualidad, o mejor dicho, una cualidad renovada, que nos recuerda
inconscientemente de aquellos descubrimientos primigenios de la infancia, los cuales nos despojaban de toda sensación de temporalidad y en los que éramos invadidos
por una absoluta perplejidad y admiración. Poco de ello perdura a través de los
años; excepto cuando el corazón humano – en un sentido claramente figurativo y
poético – se encuentra con maravillas extraordinarias, que nos obligan a caer
en la cuenta, una y otra vez, de que nuestra comprensión del mundo es por demás
incompleta.
Se sabe que se está frente a una obra maestra cuando
no sólo uno, sino todos los sentidos se ven excitados y perturbados ante el
estímulo. Si se trata de una pintura, no sólo la vista experimenta la imagen de
manera placentera, sino que el oído de la mente recuerda una lejana melodía, o
la memoria del olfato es asaltada por una fragancia de antaño. La piel se
estremece. Se pone de “gallina”, como dicen. En la boca se derriten los sabores
de un manjar inmaterial. Y la mente es asaltada por fuertes vientos
torrenciales, que sacuden las semillas de la creatividad y las esparcen por
todo el campo fértil del cerebro. Y lo mismo aplica para otras manifestaciones
artísticas como la música, la arquitectura, la danza… los sentidos humanos se
exaltan; ninguno de ellos es capaz de resistirse a una obra maestra, incluso si
el medio por el que se expresa apelaría, en otras circunstancias, a uno sólo.
Y así es que uno se puede encontrar petrificado ante
ciertas piezas de arte, cuya trascendencia pareciera poseer una vibración casi
divina. No es exageración. Es revelación. Cuando se está frente a la
Anunciación de Leonardo da Vinci, el habla cesa; tan sólo queda abandonarse al
acto de la admiración más pura. Y es que en sus trazos no sólo hay genialidad;
se vislumbra una profunda dedicación y compromiso con el arte. Cada textura
imita la naturaleza de maneras tan estéticas que sólo pueden ser encontradas en
la creación artificial y humana, y que no obstante, demuestran ser una
representación fehaciente de la realidad. La composición tensa la vista y la
invita a escuchar un complejo sistema de enigmáticos mensajes. El autor respira
a través de sus trazos. Si existe en el mundo alguna forma de vencer a la
muerte, es ésta. Y como este ejemplo, hay tantos otros: el Réquiem de Mozart,
el Nacimiento de Venus de Botticelli, la Sagrada Familia de Gaudí, los sonetos
de Sor Juana Inés de la Cruz…
Pareciera necesario y correcto mencionar los frutos
de lo sublime en la actualidad, aunque quizás es muy prematuro hacer un juicio
al respecto. La búsqueda de la belleza es una labor exquisitamente infinita. El
arte en las sociedades postmodernas no carece de ingenio, creatividad y
pasión, pero, la mayoría, aún no son reflejo de esas arenas del océano de lo
interminable; la inmortalidad todavía elude a muchos artistas del tiempo
presente. Es debatible, por supuesto, ya que su trascendencia aún está por verse,
pero no está profetizada tampoco, no hay índices de ella. Y es que el
compromiso con el arte debe ser excelso. No basta con sobresalir; se trata de
utilizar el don artístico como servicio a la humanidad. En un mundo donde todo
es resumido, simplificado, promovido, publicitado, mercantilizado y
empaquetado… es difícil retomar el apasionamiento casi devoto de los maestros
del arte, pero no imposible. Es más sencillo si se deja asentar la simple y
maravillosa idea de que más allá del arte, está la misión más elevada del ser:
la de comprender el espíritu no desde la perspectiva de un ser de carne y
hueso, sino desde la idea misma del espíritu, decodificarlo y codificarlo una
vez más, para finalmente ser plasmado en expresiones que harán las veces de
espejos eternos, que indudablemente harán eco en otros espíritus, revelando
así, su verdadera naturaleza, y con ello, el fin último de la humanidad.
Les comparto el comentario que me envió la pintora Annie Meza, sobre esta entrada. También les paso el link su página de Facebook para que la vean y le den LIKE:
ResponderEliminarhttps://www.facebook.com/pages/Annie-Meza-Art%C3%ADsta-Plástica/157435577661745?fref=ts
O la pueden encontrar como:
Annie Meza / Artista Plástica
"Fátima, me parece muy bueno tu artículo. Estoy de acuerdo en varios de los puntos que mencionas, por ejemplo cuando hablas del compromiso... Eso es lo primero que uno tiene que comprender cuando te vas a dedicar al arte de una manera formal y la responsabilidad que implica, ya que como lo mencionas acertadamente, se nos mueven y hacemos que se muevan muchas fibras en las personas que habrán de observar una obra... (En mi caso), no puedes ofrecer, sin una responsabilidad, sólo una parte de tu escencia, de tu identidad, de tu pasión, de tu sentir, tanto en las emociones, como en las técnicas, como artista hay que darlo todo siempre, con el intelecto, con el alma y con el corazón, y eso precisamente es lo que provoca que cuando alguien obseve una obra le sucedan todas esas emociones que mencionas en tu escrito... Para un artísta es justo en ese momento cuando viene la gran recompensa, tu trabajo ya valió la pena, se cumplió el objetivo. El ser artista es una profesión de mucha entrega, fuerza, lucha, persistencia, sacrificio, horas de trabajo y soledad... además de eso tenemos la misión de legar algo al espíritu y que encima trascienda...se dice fácil, no es así?.... quizá sea una de las profesiones de mayor entrega y complejidad que puedan existir... Podría decir que es una vocación..."