La feminidad ha sido el objeto y la materia de la
exploración artística desde los albores de la historia humana. Una curiosidad
latente y poderosa llevó a los primeros artesanos a trazar en la piedra o
moldear en la arcilla las curvas del cuerpo de la mujer. Este sentimiento tenía
su base en los grandes misterios de ese ser que puede cargar vida dentro de sus
propias entrañas, dar a luz criaturas de extrema vulnerabilidad y pureza, y
nutrirlas con el maravilloso néctar que es la leche materna. En este enigma se
percibía a la divinidad misma: la creación, en todo su esplendor y complejidad,
sonreía a través del acto de concebir y parir. Entonces, las grandes diosas de
la fertilidad fueron esculpidas, en toda su perfección, por las antiquísimas
primeras civilizaciones.
Ese cuerpo curvilíneo, la mente inescrutable detrás del
mismo, y el espíritu dual de la mujer han sido inspiración de todos los grandes
artistas, y de todas las más relevantes corrientes de expresión. Ya sean
vírgenes y símbolos de la virtud o tentadoras sensuales; figuras maternales o
juezas, las mujeres causan en los hombres una interrogante que queda siempre
libre y abierta cuando se les explora por medio del arte, pero que comprende
una complejidad casi desquiciante; los lleva a una serie de interpretaciones
concéntricas y laberínticas, erráticas y a la vez acertadas. Las mujeres
también se sienten atraídas por su propio misterio, explorándolo a través de
autorretratos, de la apreciación de la belleza femenina anónima y etérea, o del
mundo interior que se desenvuelve cual una rosa, con sus múltiples capas y
caminos hacia el centro, así como su aroma hipnótico e ineludible.
La mujer en el arte es un espejo del mundo, que refleja no
sólo al objeto de manera literal, sino a la feminidad encerrada en todo aquello
que su luz alcanza a tocar. Es preciso afirmar que el tema de la mujer es
infinitamente renovable y constante en el viaje psicológico de la humanidad.
Incluso en la actualidad, no se le entiende: las armas más directas de la
publicidad, el diseño y la fotografía, muestran la gran incapacidad de
comprender, catalogar, o definir a la mujer. Entre más se le simplifica como
símbolo sexual, más se delata su dificultad de estudio. ¿Por qué se puede
vender prácticamente lo que sea a través de la tentación del cuerpo y del
rostro femeninos? No será porque se trate de algo demoniaco o pecaminoso, sino
porque nos atañe a todos: cada uno de nosotros hemos vivido dentro del cuerpo
de una mujer. La creación y su deseo implícito y gozoso le son inherentes.
Y
quizás sea pertinente apuntar la suposición de que el hombre también se conoce
a través del espejo que es la mujer. El hombre, que da la semilla, pero que
desconoce su propio gran misterio. Y es en ese otro ser opuesto y
complementario, de cuerpo atractivo y mente rebuscada, que el hombre encuentra
su propias maravillas y prodigios. Es, para él, un código repleto de
simbolismos a los que jamás se les puede atribuir una sola interpretación. Tan
sólo queda continuar con la eterna exploración del profundo y místico mar que
es la mujer; verlo a través de las diferentes e ilimitadas mirillas del arte.
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