martes, 1 de abril de 2014

Maxim Vengérov en el Palacio de Bellas Artes

por Fátima GalBos

El pasado sábado 29 de marzo, aconteció, en el Palacio de Bellas Artes, uno de los recitales de música clásica más anticipados de la temporada. El titán del virtuosismo, Maxim Vengérov, engalanó la Sala Principal del recinto de mármol, acompañado de un instrumento que es tan célebre – quizás aún más, en un sentido histórico estricto - como su intérprete: el violín Kreutzer Stradivarius, obra maestra de la autoría del mismísimo Antonio Stradivarius, y cuya creación se remonta a 1727. Su nombre proviene del violinista Rodolphe Kreutzer, propietario del violín en el siglo XIX.



Para el público, el ruso Maxim Vengérov no necesitó de introducción alguna; es reconocido mundialmente por haber iniciado su carrera como violinista prodigio a la tierna edad de cinco años, bajo la tutoría musical de Galina Turtschaninova. Más tarde, recibió lecciones de Zakhar Bron, y ganó el concurso de violín Junior Wieniawski en Polonia. Ha tocado con las orquestas más renombradas alrededor del mundo, porta el título de Embajador de Buena Voluntad de la UNICEF, y su maestría ha quedado grabada para la posteridad a través de diversos sellos discográficos. El programa del sábado incluyó piezas de Bach, Brahms, Paganini, Fritz Kreisler, entre otros. Además de un personal favorito: Legende, de Henryk Wieniawski.

Cuando Maxim Vengérov salió a escena, sobriamente ataviado de negro, y portando el afamado violín Kreutzer, la audiencia contuvo el aliento. El artista cerró los ojos, y al roce de su arco, los presentes nos internamos en aquel mundo del que nos hacía partícipes: una dimensión de emotividad pura y compleja, en la que la técnica musical ha sido trascendida, hacia un nivel tan alto, que no da cabida a observaciones ni análisis empedernidos o triviales; el intérprete dispone de sus habilidades, ya no para producir música únicamente, sino para alcanzar la sublimidad de los sentidos y de la razón.

Si el espectador estaba familiarizado con las piezas, se habrá dado cuenta de los encaprichamientos de Vengérov: el alongamiento deliberado de algunas notas; las pausas suspensivas, que si bien cumplían con los tiempos imaginados por el compositor de la obra, contenían un motif, una razón que se ligaba ineludiblemente a la carga emocional de la pieza en su completitud. La riqueza de su técnica es evidente: Maxim Vengérov es maestro de las variaciones y sutilezas obtenidas por medio de un excelente manejo del arco. Su conocimiento del instrumento es tal, que puede conversar con cruda elocuencia a través de él, haciendo énfasis en aquellos detalles que invitan al público a desvanecerse, a cerrar los ojos junto con él, a abandonarse al goce, y a una exploración del ser que cada quien descubre al perderse dentro de su música.

Y por si ésta descripción pudiese colocar al artista bajo una lupa de fríos logros técnicos, es justo mencionar la propia emotividad de Vengérov, quien pareciera sufrir, amar, entregarse, rebelarse, enojarse, desesperarse, sucumbir, luchar, morir y renacer a través de su interpretación. Para el espectador, representó una experiencia exquisita el poder observar las facciones en el rostro del violinista; a veces contraídas, a veces extasiadas… En instantes críticos, el artista paraba los pies en puntas, y entonces parecía que Apolo y sus musas lo querían arrebatar del escenario; quizá, lo cargarían en brazos hasta su vidriera en el cénit del recinto, para que llenase con su música el Olimpo.

Contemplar a Maxim Vengérov en el escenario fue, también, un acto íntimo. Si quisiéramos hacer un símil de la relación entre el músico y su violín, la figura metafórica más acertada podría ser la de un enamorado y su amada. Es necesario admitir que cada uno de los instrumentos musicales evoca (y provoca) en su intérprete una conexión poderosa y entrañable. A los instrumentos de viento se les conversa – a veces, se les habla en susurros; el músico le provee, a la flauta o al oboe, el aliento de la vida. El pianista ataca las teclas. Pareciera ser que los pianistas conllevan una relación de amor y odio, de alegría y nostalgia, con sus instrumentos. Y es que para comunicarse con tal colosal artefacto se debe hacer uso de la precisión y de la fuerza. Al violín, sin embargo, se le acaricia. Se le toca en todo el cuerpo, esperando que éste cante. Quizás, es por esto que tiene cuerpo de mujer. Al violín se le abraza, se le roza, se le hace cosquillas; también es causa de fuertes y apasionadas discusiones…

Maxim Vengérov ejecutó algunas piezas acompañado del pianista Roustem Saitkouliv, de trayectoria igualmente extraordinaria, y quien resultó un par formidable para el violinista. Por supuesto, su genio, si bien innegable, sirvió para elevar el brillo ya inherente de Vengérov, y para hacer gala del virtuosismo del violín, más que para demostrar el talento propio. Sin duda alguna, valdrá la pena considerar la obra de este gran pianista, por separado, y albergaremos la esperanza de recibirlo nuevamente en México y de poder escucharlo como solista.

Por si el despliegue de las habilidades musicales del violinista hubiese sido poco – que no lo fue, en absoluto –, Maxim Vengérov se tomó un tiempo para conversar con el público, a manera de preámbulo a ciertos movimientos y piezas subsecuentes. A través de anécdotas y reflexiones personales, Vengérov reveló su carisma, humildad y buena disposición, cautivando a la audiencia y convirtiendo la velada en algo más allá de lo memorable.

Su interpretación del Capricho No. 24, del legendario compositor y violinista Niccoló Paganini, nos despojó de toda razón humana. Representó un viaje hacia la demencia matemática, primigenia y, a su vez, compleja, del universo mismo. En algún punto, los movimientos de Vengérov fueron tan veloces que maravillaron y desconcertaron a los ávidos ojos del público. Para deleite de una servidora, una de las cerdas de su arco se rompió en plena ejecución, algo emocionante para los apasionados de Paganini, reminiscente de las leyendas sobre las proezas musicales del compositor italiano, en las que éste terminaba tocando con una sola cuerda, tras haber roto todas las demás durante su frenesí musical. Y aunque la ruptura de cerdas no resulte tan dramática como la de cuerdas, es prueba de la euforia y destreza que esta pieza demanda del violinista que la efectúa.


Vengérov no podía dejar el escenario sin deleitarnos con sus famosas y aclamadas interpretaciones de la Danza Húngara No. 5, de Johannes Brahms y la Ronda de los Duendes de Antonio Bazzini, las cuales arrancaron los suspiros de admiración y estupefacción de los espectadores. La única evidencia de que Vengérov era de carne y hueso: sus suaves inhalaciones, las cuales se alcanzaban a escuchar en los brevísimos silencios. En este punto del recital, el violinista se apartó de su propio mundo interno y ejerció contacto visual con su público, invitándonos a formar parte del scherzo, o juego. Nos tentó, nos fintó, se burló de su propio y falso esfuerzo – falso, porque las piezas son ya tan entrañables y familiares para él, que simplemente se divierte con ellas. En lo personal, su rendición de la Ronda de los Duendes fue notablemente magistral, y mejor a comparación de otras presentaciones en vivo que han sido televisadas mundialmente o comercializadas en CD y DVD.

Al parecer, Maxim Vengérov conectó maravillosamente con el público mexicano; se entregó al escenario de Bellas Artes, y recibió, a cambio, nuestra admiración y aplausos con los brazos abiertos.


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